Chico. El guardián del Chambao.
Conocí a Chico a finales de septiembre del 2010 en La Herradura. Era de noche y él llegaba puntual para iniciar su guardia nocturna. Al presentármelo, Joaquín me explica su contenido de trabajo: “es el guarda, cuida la instalación por las noches”.
Pocos días más tarde conversaba con él como si lo hubiese conocido de toda la vida. Chico me mostró la España que no se veía a simple vista, la otra España, la de la gente humilde y laboriosa que trabaja largas horas por un magro salario, la que no tiene automóviles lujosos, ni casas bellas, ni hijos en las universidades, ni vacaciones en el Caribe, ni fines de semana en cruceros, la que dobla el lomo en busca de lo imprescindible para vivir en una sociedad repleta de vidrieras y oropel.
Chico era la otra España, la que tiene amo, la que soporta a un mayoral a diario con tal de cobrar a fin de mes, la que tiene la honradez en la frente y la sinceridad en las manos.
Chico había sido entrenador de futbol en sus años de madura juventud. Transmitió a varias generaciones de herradureños su pasión futbolística, sin cobrar un centavo por su labor. Se ganó el aprecio y la consideración de todos aquellos adolescentes que lo recuerdan con cariño. Chico protegió a Cristian más de una vez cuando los maltratos y atropellos de su padre lo asfixiaban, su casa fue siempre abrigo y refugio para el hijo del samaritano.
Una noche fría, bien tarde ya, llego al Chambao con el objetivo de llamar furtivamente a mi familia en Cuba. No más lo intenté y enseguida me dijo, con un dolor que le brotaba del alma: “no puedes usar el teléfono, Joaquín lo ha prohibido, me ha dicho que no te deje llamar”. Lo miré a los ojos, a mi me daba más vergüenza que a él. Le di un abrazo. Chico cumplía una orden en contra de su voluntad, me explicó que era pobre, de lo contrario me ayudaría para que pudiese llamar, pero no tenía dinero suficiente.
Esa noche, solos los dos en el bello restauran, me contó toda la maldad de su jefe: los conflictos con su bella esposa, el maltrato a su hijo, las ofensas constantes, hasta una vez que, por pura maldad, ralló con la punta de un clavo a unos autos lujosos que habían parqueado sin su consentimiento cerca del Chambao. Joaquín tiene la maldad en los ojos, el egoísmo a flor de piel y el odio en el corazón.
Así el Chico trabajó, año tras año, noche por noche, cuidando la propiedad de su jefe, quien pagaba un salario escaso y lo aseguraba en la seguridad social solo por unas pocas horas, engañándolo a diario. El tiempo corrió, la vida pasó, mientras el “amo” del Chambao amasaba una fortuna, Chico vio descender sus fuerzas y energías, encanecer su pelo, nublársele la vista. Entonces el samaritano, a maltrato limpio lo echa del trabajo sin protección alguna, como se echa a un perro, sin importarle los años de servicio, la fidelidad demostrada, la honradez manifiesta.
Por si fuera poco, ya despedido, al viejo guardián le esperaba una sorpresa desagradable: solo había sido asegurado durante años por unas pocas horas, la pensión que le corresponde entonces es una miseria, apenas alcanza para no morirse. El Chico es abandonado a su suerte en el ocaso de su vida, cuando ya pudieran empezar a faltarle las fuerzas, cuando le hace falta la verdadera solidaridad humana y no la solidaridad falsa e hipócrita de los cartelitos, anuncios publicitarios y entrevistas a la prensa. El verdadero rostro del mayoral sale ahora, su incapacidad para comprender el dolor ajeno sale ahora, su desprecio a los pobres sale ahora…
El Chico es hoy la última víctima del samaritano, el último ultraje a la dignidad humana, la última ofensa al heroico y digno pueblo español que forcejea en medio del océano para salir de la crisis.
Dos años después de haberlo conocido , recuerdo al Chico en las noches frías del Chambao, mirando al mar a través de los cristales, suspirando por un mundo mejor y más equitativo para todos los seres humanos, sin falsos samaritanos ni impúdicas solidaridades.
José Angel Turro.
Chico. El guardian del Chambao.
Chico. El guardián del Chambao.
Conocí a Chico a finales de septiembre del 2010 en La Herradura. Era de noche y él llegaba puntual para iniciar su guardia nocturna. Al presentármelo, Joaquín me explica su contenido de trabajo: “es el guarda, cuida la instalación por las noches”.
Pocos días más tarde conversaba con él como si lo hubiese conocido de toda la vida. Chico me mostró la España que no se veía a simple vista, la otra España, la de la gente humilde y laboriosa que trabaja largas horas por un magro salario, la que no tiene automóviles lujosos, ni casas bellas, ni hijos en las universidades, ni vacaciones en el Caribe, ni fines de semana en cruceros, la que dobla el lomo en busca de lo imprescindible para vivir en una sociedad repleta de vidrieras y oropel.
Chico era la otra España, la que tiene amo, la que soporta a un mayoral a diario con tal de cobrar a fin de mes, la que tiene la honradez en la frente y la sinceridad en las manos.
Chico había sido entrenador de futbol en sus años de madura juventud. Transmitió a varias generaciones de herradureños su pasión futbolística, sin cobrar un centavo por su labor. Se ganó el aprecio y la consideración de todos aquellos adolescentes que lo recuerdan con cariño. Chico protegió a Cristian más de una vez cuando los maltratos y atropellos de su padre lo asfixiaban, su casa fue siempre abrigo y refugio para el hijo del samaritano.
Una noche fría, bien tarde ya, llego al Chambao con el objetivo de llamar furtivamente a mi familia en Cuba. No más lo intenté y enseguida me dijo, con un dolor que le brotaba del alma: “no puedes usar el teléfono, Joaquín lo ha prohibido, me ha dicho que no te deje llamar”. Lo miré a los ojos, a mi me daba más vergüenza que a él. Le di un abrazo. Chico cumplía una orden en contra de su voluntad, me explicó que era pobre, de lo contrario me ayudaría para que pudiese llamar, pero no tenía dinero suficiente.
Esa noche, solos los dos en el bello restauran, me contó toda la maldad de su jefe: los conflictos con su bella esposa, el maltrato a su hijo, las ofensas constantes, hasta una vez que, por pura maldad, ralló con la punta de un clavo a unos autos lujosos que habían parqueado sin su consentimiento cerca del Chambao. Joaquín tiene la maldad en los ojos, el egoísmo a flor de piel y el odio en el corazón.
Así el Chico trabajó, año tras año, noche por noche, cuidando la propiedad de su jefe, quien pagaba un salario escaso y lo aseguraba en la seguridad social solo por unas pocas horas, engañándolo a diario. El tiempo corrió, la vida pasó, mientras el “amo” del Chambao amasaba una fortuna, Chico vio descender sus fuerzas y energías, encanecer su pelo, nublársele la vista. Entonces el samaritano, a maltrato limpio lo echa del trabajo sin protección alguna, como se echa a un perro, sin importarle los años de servicio, la fidelidad demostrada, la honradez manifiesta.
Por si fuera poco, ya despedido, al viejo guardián le esperaba una sorpresa desagradable: solo había sido asegurado durante años por unas pocas horas, la pensión que le corresponde entonces es una miseria, apenas alcanza para no morirse. El Chico es abandonado a su suerte en el ocaso de su vida, cuando ya pudieran empezar a faltarle las fuerzas, cuando le hace falta la verdadera solidaridad humana y no la solidaridad falsa e hipócrita de los cartelitos, anuncios publicitarios y entrevistas a la prensa. El verdadero rostro del mayoral sale ahora, su incapacidad para comprender el dolor ajeno sale ahora, su desprecio a los pobres sale ahora…
El Chico es hoy la última víctima del samaritano, el último ultraje a la dignidad humana, la última ofensa al heroico y digno pueblo español que forcejea en medio del océano para salir de la crisis.
Dos años después de haberlo conocido , recuerdo al Chico en las noches frías del Chambao, mirando al mar a través de los cristales, suspirando por un mundo mejor y más equitativo para todos los seres humanos, sin falsos samaritanos ni impúdicas solidaridades.
José Angel Turro.