Fin del Contrato Social. Pinchemos el balón del capitalismo
Si el capital nos arrebata nuestras conquistas históricas, destruyendo el Contrato Social en el que basan 'su paz', nosotras estamos legitimados para devolverles su violencia
Marat
Acabado por fin el pico álgido del dopaje patriótico-rojigualdo-futbolero, y vueltos a la realidad de las cotidianas miserias a las que nos arroja la involución del capitalismo hacia una marcha acelerada a las precariedades obreras del siglo XIX en el XXI, parece oportuno recuperar el símil balompédico que, en la cultura popular, equivale a romper la baraja.
Decía J.J. Rousseau en su obra “El contrato social”: “Supongo a los hombres llegados al punto en que los obstáculos que impiden su conservación en el estado natural superan las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en él. Entonces este estado primitivo no puede subsistir, y el género humano perecería si no cambiaba su manera de ser.
Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino solamente unir y dirigir las que existen, no tienen otro medio de conservación que el de formar por agregación una suma de fuerzas capaz de sobrepujar la resistencia, de ponerlas en juego con un solo fin y de hacerlas obrar unidas y de conformidad. Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero, constituyendo la fuerza y la libertad de cada hombre los principales instrumentos para su conservación, ¿cómo podría comprometerlos sin perjudicarse y sin descuidar las obligaciones que tiene para consigo mismo? Esta dificultad, concretándola a mi objeto, puede enunciarse en los siguientes términos: "Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y permanezca tan libre como antes." Tal es el problema fundamental cuya solución da el Contrato” (1)
Es frecuente que se atribuya a Bismarck en el Estado prusiano, lo mismo que al caritativo cristianismo fabiano británico o a la derecha del Marqués de Comillas y a otros prohombres de la Restauración del XIX, español, como el Cardenal Herrera Oria, el origen de lo que luego se llamaría Estado del Bienestar, a partir de 1945.
Lejos de cualquier utopía revolucionaria, estas almas pías pretendían restañar las más graves lacras de un proletariado carente de derechos políticos, sociales, económicos y culturales, que vivía en las condiciones más precarias y antihumanas de la entonces pujante segunda etapa de la Revolución Industrial, evitando los riesgos de que se aventurasen por las procelosas aguas del marxismo o el anarquismo y se sintieran tentados de una sed de justicia que pudiera dar al traste con el orden burgués, triunfante en la Europa de las grandes potencias.
Atribuir a tales personajes el origen del Estado del Bienestar tiene una intención claramente ideológica: la de negar la importancia de las luchas del movimiento obrero en su búsqueda de unas condiciones de vida más dignas para la clase trabajadora.
El origen del Estado del Bienestar es, antes que nada, consecuencia de un triple efecto:
* La acción de las organizaciones de la I Internacional, sindicatos, partidos y organizaciones obreras de todo tipo, en su origen. Una labor de socialistas-comunistas (cuando los términos no estaban aún delimitados históricamente), libertarios, sindicalistas y ateneos obreros de diversa tendencia que buscaban no sólo la emancipación de la clase sino la dignificación de la vida de los trabajadores.
* Los procesos revolucionarios en Europa, dentro de los que la Revolución de Octubre significó una ruptura del tiempo, la evolución histórica y los procesos gradualistas de cambio social, alumbrando una nueva esperanza para toda una clase social. La dinámica posterior que dicho proceso revolucionario tuviese no afecta, en este caso, al hecho de que se había puesto en píe un intento proletario de crear otro mundo y otro orden social al que el capitalismo debía dar respuesta. Y el corporatismo fascista, con su discurso obrerista y “anticapitalista” era una de tantas señales de que el sistema capitalista había tomado nota de la necesidad de dar respuesta a las ansias de justicia social para evitar los peligros de revolución social en los años de la Gran Depresión.
* El keynesianismo, que de modo independiente en USA, y en alianza con la socialdemocracia después, entiende la necesidad de dar una salida a la gran crisis capitalista surgida tras el crack del 29 y la Gran Depresión Americana que llevarían a la II Guerra Mundial. El modelo económico de Keynes partió del presupuesto de que sin la creación de una gran clase media y el incremento del nivel de vida de los trabajadores no habría salida a la madre de todas las crisis capitalistas del momento. El objetivo era salir de la crisis a través del consumo.
El nuevo orden capitalista asentado en Breton Woods, tras la última Gran Conflagración, era consciente de la necesidad de asentar un modelo estable de desarrollo que soslayara las grandes tensiones sociales y políticas del tiempo precedente y asegurara la viabilidad del sistema, mediante una estabilidad social y económica que permitiese la paz social.
He aquí, en el vértice resultante de la triple conjunción de fuerzas –reformismo/ revolución del lado de los trabajadores, adaptación sistémica desde el lado capitalista- el auténtico origen del Estado del Bienestar. Y en este origen la idea del Contrato Social y de su plasmación más específica, el Pacto Social teorizado por J.J. Rousseau, cobrará un nuevo sentido: ya no es el de los límites de la acción de cada individuo, de su libertad política y de su búsqueda de seguridad el campo de aplicación de ambos conceptos sino que se extiende a los aspectos sociales, económicos, culturales y de vida de las personas. Y dentro de las personas, los trabajadores y las clases populares serán las llamadas a integrarse en la paz social que Contrato y Pacto social pretenderán en las Constituciones de los países capitalistas surgidas a partir de los últimos años de la primera mitad del siglo XX.
El capitalismo, y su forma jurídico-legal, el orden político fundado tras la II Guerra Mundial adquiere una nueva forma de legitimación: el Estado del Bienestar o Estados Sociales dentro del modelo político liberal. Las Constituciones consecuentes, de las que la española de 1978 es heredera tardía, serán la sanción política de la nueva estabilidad capitalista.
La extensión universal de la sanidad pública, del derecho a la educación, a una vivienda digna, a un salario justo, al descanso, al acceso a la cultura, al transporte público y a una serie de fórmulas que podríamos denominar como formas de salario indirecto del trabajador, serían el óbolo a pagar por los capitalistas para alcanzar la paz social, el compromiso de los sindicatos con la empresa y de la izquierda política a no rebasar “ciertos límites” en el conflicto social. La clase capitalista pagó un precio por la seguridad de su orden económico, social y político.
Las luchas antiimperialistas de los años 60 y 70 (Vietnam, Nicaragua,...), las movilizaciones obreras de esos años, tanto en USA como en Europa y la primera gran crisis energética de 1973 (petróleo), entre otros factores, significaron la conciencia, por parte del capital de que su tasa de ganancia estaba siendo erosionada y que era necesario invertir dicha dinámica con el objeto de transferir las rentas del trabajo a las del capital.
Se inicia entonces una triple estrategia: deslocalización de industrias del Primer Mundo al Tercero para limitar las demandas salariales de los trabajadores, guerras locales, estimuladas o provocadas directamente por el Imperialismo y los países centrales, por el control de las riquezas nacionales y las fuentes de energía de los países de la periferia y voladura, inicialmente controlada, del Estado del Bienestar.
Privatizaciones de los seguros de pensiones en USA o en países bajo su control (Chile de la dictadura pinochetista), limitaciones de los derechos adquiridos en cuanto a derechos y protección sociales en el trabajo en Alemania a finales de los 80, desregulación del sistema laboral en Europa a finales de los 80-principios de los 90, Tratado de Maastrich, con el gran objetivo de la privatización de las empresas públicas europeas, bajo la coartada del déficit 0.
La recesión mundial de 1991-93, y una “superación posterior” sin una auténtica recuperación del empleo, salvo el precario, estimulada por el hundimiento de los países del llamado “socialismo real”, creará las condiciones idóneas para la globalización capitalista (la imposición en todo el orbe de las leyes del mercado, el rigor presupuestario, la flexibilidad laboral y la circulación sin trabas de capitales) y, a partir de él, la desregulación del control financiero por los Estados (privatización del regulador en USA), permitiendo una “economía de casino”. El capitalismo financiero, ya liberado de toda traba, se hace alquimia pura, ingeniería, economía imaginaria. El riesgo es el precio de la acción y los productos/servicios se desproveen de su valor para alcanzar el delirante precio de lo que la “confianza del mercado” cree que podrán llegar a valer.
El semihundimiento del sistema financiero entre finales de 2007 y principios de 2008 hará que los Estados acudan al salvataje de las grandes corporaciones (bancos y financieras).
Evitado el primer golpe al sistema, y salvadas las principales enseñas del capital financiero mundial, los Estados se ven afectados por graves riesgos de default financiero (países bálticos, Grecia, Islandia, amenazas en Irlanda).
Debilitada la capacidad de los Estados para controlar la economía, al haber renunciado a su papel regulador y a la economía mixta, para ser autosuficientes económicamente, quebrada la confianza en la capacidad fiscal de los mismos, los antes moribundos tiburones de las finanzas, se han lanzado sobre el olor de la presa herida: sus anteriores salvadores.
La exigencia ha sido sencilla: lo queremos todo. Ahora la privatización del Estado del Bienestar (salud, educación, pensiones,...). Mañana el poder político sin mediadores. Berlusconi en Italia, George Bus en USA y Sebastián Piñera en Chile han sido sólo una avanzadilla. La corrupción del PP en España un modo de contribuir a la burbuja capitalista y su maximalismo liberal, del que el PSOE se ha transformado en obsceno converso, un modo de abrir nuevos mercados al capital.
Llegados a este punto, para los trabajadores y para la izquierda radical y revolucionaria se hace oportuno el segundo aserto de J.J. Rousseau: “Las cláusulas de este contrato están de tal suerte determinadas por la naturaleza del acto, que la menor modificación las haría inútiles y sin efecto; de manera, que, aunque no hayan sido jamás formalmente enunciadas, son en todas partes las mismas y han sido en todas partes tácitamente reconocidas y admitidas, hasta tanto que, violado el pacto social, cada cual recobra sus primitivos derechos y recupera su libertad natural, al perder la convencional por la cual había renunciado a la primera” (2).
Si la discontinuidad histórica del proceso revolucionario siempre ha estado justificada para la izquierda de combate por la conciencia de que el reformismo es una vía muerta, ahora puede encontrar una segunda razón histórica de primer orden para llamar a la revuelta: el pacto que el capital creó con los trabajadores ha sido roto por él mismo y por sus servidores políticos, lo que deja a los trabajadores la libertad de responder con la desobediencia civil y la rebeldía
La reforma del mercado de trabajo, recientemente aprobada, con el giro de tuerca a la desregulación del mercado de trabajo, las nuevas leyes de desprotección de los parados, el próximo pensionazo, con la ampliación de la edad de jubilación, la amenaza del fin de las prestaciones de jubilación en el futuro, la bancarización de las Cajas de Ahorro, la amenaza de inicio del fin de la representación y la negociación sindicales, con apuntes legales sobre la misma, son una razón más que justificada para quebrar la paz social, los límites de la acción política dentro del sistema, la conculcación desde la izquierda de lo que aceptamos como legal e ilegal en nuestra acción, la justificación para el derrocamiento del orden político y económico en el que se asienta el capitalismo y el inicio de la toma de las calles.
Esta respuesta al capital, que la izquierda revolucionaria siempre ha tenido claro como su razón de ser y su tarea histórica tiene, no obstante, en el momento actual, una validez especial por cuanto que, en el momento presente, la coyuntura económica, social y política puede permitir que nuestro mensaje radical y anticapitalista adquiera la entidad necesaria para ser comprendida y asumida por una parte creciente de los trabajadores.
Que el proyecto transformador y socialista tenga, en su carácter emancipador, de su lado el sentido de justicia no significa necesariamente que sea compartido por los trabajadores, como demasiadas veces hemos podido amargamente comprobar.
Sin embargo, la quiebra de legitimidad que el capitalismo ha introducido con el asalto y destrucción de las conquistas sociales, con tanto esfuerzo construidas por los trabajadores a lo largo de siglos, y del Estado del Bienestar, nos da sobrados argumentos para decirles a los trabajadores: si el capital y sus servidores políticos incumplen el Contrato, en el que han basado su paz social durante todo este tiempo, estamos más que justificados para pinchar su balón y rebelarnos, con todos los medios a nuestro alcance, contra su desorden económico, político y social. Si nos agreden sin límites, nosotros tenemos todo el derecho a devolverles los golpes y luchar para impedir que nos arrebaten lo que es nuestro. Su violencia extrema contra nosotros los trabajadores nos legitima para pagarles con la misma moneda y para derrocar su injusto sistema.
Esta idea puede ser un ariete de lucha clave para quienes defendemos una sociedad basada en el fin de la explotación del hombre por el hombre porque es indiscutible que la agresión contra nuestra clase es global y frontal –no hay posibilidades de interpretarlo de otro modo- y ese sentimiento de estar siendo atacados del modo más bárbaro imaginable está extendiéndose de forma plena entre los trabajadores, por encima del estado en el que se encuentre su conciencia de clase y de lucha.
En este sentido, la técnica, el modo de articular las luchas políticas y sociales será un problema al que deberemos enfrentarnos pero no tiene porqué serlo, en modo alguno, el carácter legítimo y justificado de la protesta. Rebelarse, en este caso, debe quedar claro para los trabajadores que es un derecho natural que legítimamente nos asiste.
Hacer de esta idea el elemento central de las luchas que hemos de poner en práctica puede favorecer que nuestro mensaje de la razón para rebelarse logre crecientes apoyos entre los sectores agredidos por la involución del capitalismo.
Pero este proceso, objetivamente justificado, tiene en frente la desmovilización de los trabajadores, una rabia contenida, sin salida, el miedo a la pérdida del puesto de trabajo por la movilización, la falta de conciencia política y social sobre la importancia de la lucha y una resignación brutales.
Frente a ello es necesario convencer a los trabajadores de que las medidas tomadas no son coyunturales sino definitivas, que no habrá una vuelta a las condiciones de vida y de trabajo previos a la crisis capitalista, una vez superada ésta, independientemente de que el capitalismo pueda o no recuperarse, porque su estrategia de supervivencia pasa por nuestra miseria y que, con cada paso sin respuesta, se afianza el camino salvaje tomado por el capitalismo para volvernos a las condiciones del siglo XIX.
Y a la vez es necesario ser didácticos, hacer entender a la clase trabajadora que el gran desastre que se abate sobre sus vidas, no sucederá a largo ni a medio plazo, cuando sea otra la generación que se enfrente a él, sino que les ocurrirá muy pronto a ellos mismos. Que, ya que han perdido el coraje de luchar por sus hijos, es por su futuro inmediato por el que deben combatir.
Es necesario explicar lo que significa cada medida tomada, en toda su dimensión, con ejemplos concretos, alejados de terminologías abstractas o complejas, e insertados en su realidad cotidiana.
Del mismo modo, hace falta comunicarles que la lucha es el único medio del que disponen y que la Huelga General del 29-S no puede ser una procesión educada y respetuosa del orden y la libertad de no hacerla sino que cada esquirol que decide hacer uso de su “libertad” a no ir a la huelga y que no le descuenten el día no trabajado está derrotando a sus compañeros y a sí mismo, no a un determinado sindicato, y siembra un futuro de pobreza y miseria para sí y para los demás.
Y hay que hacer entender a los trabajadores que, por encima de las posiciones políticas particulares de cada uno, lo que defendemos es nuestro mañana inmediato y poner pie en pared a los intentos de devolvernos a unas condiciones de vida tercermundistas porque el ideal del capital es crecer poniéndonos en las mismas condiciones de miseria de los trabajadores más pobres y sin derechos del mundo.
Hay que explicar que de ésta crisis no nos sacará ninguna derecha que proclama derechos en los que no cree y que, íntimamente goza con ver a un supuesto gobierno socialista hacer lo que ella haría, pero sin el coste de estar en el poder.
Y, por último, debemos hacer pedagogía en explicar que si la crisis es mundial sólo luchas coordinadas, unitarias y solidarias, primero a nivel europeo, como lo será el 29-S, y luego a nivel global, pueden sacarnos de ésta porque los trabajadores pueden hacer funcionar las empresas en todo el Planeta sin capitalistas, ya que no son estos los que generan la riqueza sino el trabajo de quienes aportan valor a lo que producen, pero ellos no pueden hacer que trabajen solas las máquinas.
Fin del Contrato Social. Pinchemos el balón del capitalismo
Fin del Contrato Social. Pinchemos el balón del capitalismo
Si el capital nos arrebata nuestras conquistas históricas, destruyendo el Contrato Social en el que basan 'su paz', nosotras estamos legitimados para devolverles su violencia
Marat
Acabado por fin el pico álgido del dopaje patriótico-rojigualdo-futbolero, y vueltos a la realidad de las cotidianas miserias a las que nos arroja la involución del capitalismo hacia una marcha acelerada a las precariedades obreras del siglo XIX en el XXI, parece oportuno recuperar el símil balompédico que, en la cultura popular, equivale a romper la baraja.
Decía J.J. Rousseau en su obra “El contrato social”: “Supongo a los hombres llegados al punto en que los obstáculos que impiden su conservación en el estado natural superan las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en él. Entonces este estado primitivo no puede subsistir, y el género humano perecería si no cambiaba su manera de ser.
Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino solamente unir y dirigir las que existen, no tienen otro medio de conservación que el de formar por agregación una suma de fuerzas capaz de sobrepujar la resistencia, de ponerlas en juego con un solo fin y de hacerlas obrar unidas y de conformidad. Esta suma de fuerzas no puede nacer sino del concurso de muchos; pero, constituyendo la fuerza y la libertad de cada hombre los principales instrumentos para su conservación, ¿cómo podría comprometerlos sin perjudicarse y sin descuidar las obligaciones que tiene para consigo mismo? Esta dificultad, concretándola a mi objeto, puede enunciarse en los siguientes términos: "Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y permanezca tan libre como antes." Tal es el problema fundamental cuya solución da el Contrato” (1)
Es frecuente que se atribuya a Bismarck en el Estado prusiano, lo mismo que al caritativo cristianismo fabiano británico o a la derecha del Marqués de Comillas y a otros prohombres de la Restauración del XIX, español, como el Cardenal Herrera Oria, el origen de lo que luego se llamaría Estado del Bienestar, a partir de 1945.
Lejos de cualquier utopía revolucionaria, estas almas pías pretendían restañar las más graves lacras de un proletariado carente de derechos políticos, sociales, económicos y culturales, que vivía en las condiciones más precarias y antihumanas de la entonces pujante segunda etapa de la Revolución Industrial, evitando los riesgos de que se aventurasen por las procelosas aguas del marxismo o el anarquismo y se sintieran tentados de una sed de justicia que pudiera dar al traste con el orden burgués, triunfante en la Europa de las grandes potencias.
Atribuir a tales personajes el origen del Estado del Bienestar tiene una intención claramente ideológica: la de negar la importancia de las luchas del movimiento obrero en su búsqueda de unas condiciones de vida más dignas para la clase trabajadora.
El origen del Estado del Bienestar es, antes que nada, consecuencia de un triple efecto:
* La acción de las organizaciones de la I Internacional, sindicatos, partidos y organizaciones obreras de todo tipo, en su origen. Una labor de socialistas-comunistas (cuando los términos no estaban aún delimitados históricamente), libertarios, sindicalistas y ateneos obreros de diversa tendencia que buscaban no sólo la emancipación de la clase sino la dignificación de la vida de los trabajadores.
* Los procesos revolucionarios en Europa, dentro de los que la Revolución de Octubre significó una ruptura del tiempo, la evolución histórica y los procesos gradualistas de cambio social, alumbrando una nueva esperanza para toda una clase social. La dinámica posterior que dicho proceso revolucionario tuviese no afecta, en este caso, al hecho de que se había puesto en píe un intento proletario de crear otro mundo y otro orden social al que el capitalismo debía dar respuesta. Y el corporatismo fascista, con su discurso obrerista y “anticapitalista” era una de tantas señales de que el sistema capitalista había tomado nota de la necesidad de dar respuesta a las ansias de justicia social para evitar los peligros de revolución social en los años de la Gran Depresión.
* El keynesianismo, que de modo independiente en USA, y en alianza con la socialdemocracia después, entiende la necesidad de dar una salida a la gran crisis capitalista surgida tras el crack del 29 y la Gran Depresión Americana que llevarían a la II Guerra Mundial. El modelo económico de Keynes partió del presupuesto de que sin la creación de una gran clase media y el incremento del nivel de vida de los trabajadores no habría salida a la madre de todas las crisis capitalistas del momento. El objetivo era salir de la crisis a través del consumo.
El nuevo orden capitalista asentado en Breton Woods, tras la última Gran Conflagración, era consciente de la necesidad de asentar un modelo estable de desarrollo que soslayara las grandes tensiones sociales y políticas del tiempo precedente y asegurara la viabilidad del sistema, mediante una estabilidad social y económica que permitiese la paz social.
He aquí, en el vértice resultante de la triple conjunción de fuerzas –reformismo/ revolución del lado de los trabajadores, adaptación sistémica desde el lado capitalista- el auténtico origen del Estado del Bienestar. Y en este origen la idea del Contrato Social y de su plasmación más específica, el Pacto Social teorizado por J.J. Rousseau, cobrará un nuevo sentido: ya no es el de los límites de la acción de cada individuo, de su libertad política y de su búsqueda de seguridad el campo de aplicación de ambos conceptos sino que se extiende a los aspectos sociales, económicos, culturales y de vida de las personas. Y dentro de las personas, los trabajadores y las clases populares serán las llamadas a integrarse en la paz social que Contrato y Pacto social pretenderán en las Constituciones de los países capitalistas surgidas a partir de los últimos años de la primera mitad del siglo XX.
El capitalismo, y su forma jurídico-legal, el orden político fundado tras la II Guerra Mundial adquiere una nueva forma de legitimación: el Estado del Bienestar o Estados Sociales dentro del modelo político liberal. Las Constituciones consecuentes, de las que la española de 1978 es heredera tardía, serán la sanción política de la nueva estabilidad capitalista.
La extensión universal de la sanidad pública, del derecho a la educación, a una vivienda digna, a un salario justo, al descanso, al acceso a la cultura, al transporte público y a una serie de fórmulas que podríamos denominar como formas de salario indirecto del trabajador, serían el óbolo a pagar por los capitalistas para alcanzar la paz social, el compromiso de los sindicatos con la empresa y de la izquierda política a no rebasar “ciertos límites” en el conflicto social. La clase capitalista pagó un precio por la seguridad de su orden económico, social y político.
Las luchas antiimperialistas de los años 60 y 70 (Vietnam, Nicaragua,...), las movilizaciones obreras de esos años, tanto en USA como en Europa y la primera gran crisis energética de 1973 (petróleo), entre otros factores, significaron la conciencia, por parte del capital de que su tasa de ganancia estaba siendo erosionada y que era necesario invertir dicha dinámica con el objeto de transferir las rentas del trabajo a las del capital.
Se inicia entonces una triple estrategia: deslocalización de industrias del Primer Mundo al Tercero para limitar las demandas salariales de los trabajadores, guerras locales, estimuladas o provocadas directamente por el Imperialismo y los países centrales, por el control de las riquezas nacionales y las fuentes de energía de los países de la periferia y voladura, inicialmente controlada, del Estado del Bienestar.
Privatizaciones de los seguros de pensiones en USA o en países bajo su control (Chile de la dictadura pinochetista), limitaciones de los derechos adquiridos en cuanto a derechos y protección sociales en el trabajo en Alemania a finales de los 80, desregulación del sistema laboral en Europa a finales de los 80-principios de los 90, Tratado de Maastrich, con el gran objetivo de la privatización de las empresas públicas europeas, bajo la coartada del déficit 0.
La recesión mundial de 1991-93, y una “superación posterior” sin una auténtica recuperación del empleo, salvo el precario, estimulada por el hundimiento de los países del llamado “socialismo real”, creará las condiciones idóneas para la globalización capitalista (la imposición en todo el orbe de las leyes del mercado, el rigor presupuestario, la flexibilidad laboral y la circulación sin trabas de capitales) y, a partir de él, la desregulación del control financiero por los Estados (privatización del regulador en USA), permitiendo una “economía de casino”. El capitalismo financiero, ya liberado de toda traba, se hace alquimia pura, ingeniería, economía imaginaria. El riesgo es el precio de la acción y los productos/servicios se desproveen de su valor para alcanzar el delirante precio de lo que la “confianza del mercado” cree que podrán llegar a valer.
El semihundimiento del sistema financiero entre finales de 2007 y principios de 2008 hará que los Estados acudan al salvataje de las grandes corporaciones (bancos y financieras).
Evitado el primer golpe al sistema, y salvadas las principales enseñas del capital financiero mundial, los Estados se ven afectados por graves riesgos de default financiero (países bálticos, Grecia, Islandia, amenazas en Irlanda).
Debilitada la capacidad de los Estados para controlar la economía, al haber renunciado a su papel regulador y a la economía mixta, para ser autosuficientes económicamente, quebrada la confianza en la capacidad fiscal de los mismos, los antes moribundos tiburones de las finanzas, se han lanzado sobre el olor de la presa herida: sus anteriores salvadores.
La exigencia ha sido sencilla: lo queremos todo. Ahora la privatización del Estado del Bienestar (salud, educación, pensiones,...). Mañana el poder político sin mediadores. Berlusconi en Italia, George Bus en USA y Sebastián Piñera en Chile han sido sólo una avanzadilla. La corrupción del PP en España un modo de contribuir a la burbuja capitalista y su maximalismo liberal, del que el PSOE se ha transformado en obsceno converso, un modo de abrir nuevos mercados al capital.
Llegados a este punto, para los trabajadores y para la izquierda radical y revolucionaria se hace oportuno el segundo aserto de J.J. Rousseau: “Las cláusulas de este contrato están de tal suerte determinadas por la naturaleza del acto, que la menor modificación las haría inútiles y sin efecto; de manera, que, aunque no hayan sido jamás formalmente enunciadas, son en todas partes las mismas y han sido en todas partes tácitamente reconocidas y admitidas, hasta tanto que, violado el pacto social, cada cual recobra sus primitivos derechos y recupera su libertad natural, al perder la convencional por la cual había renunciado a la primera” (2).
Si la discontinuidad histórica del proceso revolucionario siempre ha estado justificada para la izquierda de combate por la conciencia de que el reformismo es una vía muerta, ahora puede encontrar una segunda razón histórica de primer orden para llamar a la revuelta: el pacto que el capital creó con los trabajadores ha sido roto por él mismo y por sus servidores políticos, lo que deja a los trabajadores la libertad de responder con la desobediencia civil y la rebeldía
La reforma del mercado de trabajo, recientemente aprobada, con el giro de tuerca a la desregulación del mercado de trabajo, las nuevas leyes de desprotección de los parados, el próximo pensionazo, con la ampliación de la edad de jubilación, la amenaza del fin de las prestaciones de jubilación en el futuro, la bancarización de las Cajas de Ahorro, la amenaza de inicio del fin de la representación y la negociación sindicales, con apuntes legales sobre la misma, son una razón más que justificada para quebrar la paz social, los límites de la acción política dentro del sistema, la conculcación desde la izquierda de lo que aceptamos como legal e ilegal en nuestra acción, la justificación para el derrocamiento del orden político y económico en el que se asienta el capitalismo y el inicio de la toma de las calles.
Esta respuesta al capital, que la izquierda revolucionaria siempre ha tenido claro como su razón de ser y su tarea histórica tiene, no obstante, en el momento actual, una validez especial por cuanto que, en el momento presente, la coyuntura económica, social y política puede permitir que nuestro mensaje radical y anticapitalista adquiera la entidad necesaria para ser comprendida y asumida por una parte creciente de los trabajadores.
Que el proyecto transformador y socialista tenga, en su carácter emancipador, de su lado el sentido de justicia no significa necesariamente que sea compartido por los trabajadores, como demasiadas veces hemos podido amargamente comprobar.
Sin embargo, la quiebra de legitimidad que el capitalismo ha introducido con el asalto y destrucción de las conquistas sociales, con tanto esfuerzo construidas por los trabajadores a lo largo de siglos, y del Estado del Bienestar, nos da sobrados argumentos para decirles a los trabajadores: si el capital y sus servidores políticos incumplen el Contrato, en el que han basado su paz social durante todo este tiempo, estamos más que justificados para pinchar su balón y rebelarnos, con todos los medios a nuestro alcance, contra su desorden económico, político y social. Si nos agreden sin límites, nosotros tenemos todo el derecho a devolverles los golpes y luchar para impedir que nos arrebaten lo que es nuestro. Su violencia extrema contra nosotros los trabajadores nos legitima para pagarles con la misma moneda y para derrocar su injusto sistema.
Esta idea puede ser un ariete de lucha clave para quienes defendemos una sociedad basada en el fin de la explotación del hombre por el hombre porque es indiscutible que la agresión contra nuestra clase es global y frontal –no hay posibilidades de interpretarlo de otro modo- y ese sentimiento de estar siendo atacados del modo más bárbaro imaginable está extendiéndose de forma plena entre los trabajadores, por encima del estado en el que se encuentre su conciencia de clase y de lucha.
En este sentido, la técnica, el modo de articular las luchas políticas y sociales será un problema al que deberemos enfrentarnos pero no tiene porqué serlo, en modo alguno, el carácter legítimo y justificado de la protesta. Rebelarse, en este caso, debe quedar claro para los trabajadores que es un derecho natural que legítimamente nos asiste.
Hacer de esta idea el elemento central de las luchas que hemos de poner en práctica puede favorecer que nuestro mensaje de la razón para rebelarse logre crecientes apoyos entre los sectores agredidos por la involución del capitalismo.
Pero este proceso, objetivamente justificado, tiene en frente la desmovilización de los trabajadores, una rabia contenida, sin salida, el miedo a la pérdida del puesto de trabajo por la movilización, la falta de conciencia política y social sobre la importancia de la lucha y una resignación brutales.
Frente a ello es necesario convencer a los trabajadores de que las medidas tomadas no son coyunturales sino definitivas, que no habrá una vuelta a las condiciones de vida y de trabajo previos a la crisis capitalista, una vez superada ésta, independientemente de que el capitalismo pueda o no recuperarse, porque su estrategia de supervivencia pasa por nuestra miseria y que, con cada paso sin respuesta, se afianza el camino salvaje tomado por el capitalismo para volvernos a las condiciones del siglo XIX.
Y a la vez es necesario ser didácticos, hacer entender a la clase trabajadora que el gran desastre que se abate sobre sus vidas, no sucederá a largo ni a medio plazo, cuando sea otra la generación que se enfrente a él, sino que les ocurrirá muy pronto a ellos mismos. Que, ya que han perdido el coraje de luchar por sus hijos, es por su futuro inmediato por el que deben combatir.
Es necesario explicar lo que significa cada medida tomada, en toda su dimensión, con ejemplos concretos, alejados de terminologías abstractas o complejas, e insertados en su realidad cotidiana.
Del mismo modo, hace falta comunicarles que la lucha es el único medio del que disponen y que la Huelga General del 29-S no puede ser una procesión educada y respetuosa del orden y la libertad de no hacerla sino que cada esquirol que decide hacer uso de su “libertad” a no ir a la huelga y que no le descuenten el día no trabajado está derrotando a sus compañeros y a sí mismo, no a un determinado sindicato, y siembra un futuro de pobreza y miseria para sí y para los demás.
Y hay que hacer entender a los trabajadores que, por encima de las posiciones políticas particulares de cada uno, lo que defendemos es nuestro mañana inmediato y poner pie en pared a los intentos de devolvernos a unas condiciones de vida tercermundistas porque el ideal del capital es crecer poniéndonos en las mismas condiciones de miseria de los trabajadores más pobres y sin derechos del mundo.
Hay que explicar que de ésta crisis no nos sacará ninguna derecha que proclama derechos en los que no cree y que, íntimamente goza con ver a un supuesto gobierno socialista hacer lo que ella haría, pero sin el coste de estar en el poder.
Y, por último, debemos hacer pedagogía en explicar que si la crisis es mundial sólo luchas coordinadas, unitarias y solidarias, primero a nivel europeo, como lo será el 29-S, y luego a nivel global, pueden sacarnos de ésta porque los trabajadores pueden hacer funcionar las empresas en todo el Planeta sin capitalistas, ya que no son estos los que generan la riqueza sino el trabajo de quienes aportan valor a lo que producen, pero ellos no pueden hacer que trabajen solas las máquinas.
(1) “El contrato social”. Capítulo VI: “Del pacto social”. Jean-Jacques Rousseau.
(2) Idem anterior